El ocho de septiembre no es un día cualquiera en Camagüey, ni en Cuba. El aire se carga de un murmullo distinto, entre el aroma a miel y el perfume de los pétalos que se agolpan en las aceras.
Los vendedores de flores, habitualmente serenos, sucumben ante la marea de manos que buscan una sola cosa: esa flor humilde y luminosa. La avenida de La Caridad se tiñe de amarillo, como un campo al mediodía, mientras una multitud avanza sin horarios hacia la iglesia. Es un río de personas que fluye entre plegarias susurradas y miradas cargadas de intenciones.
Dentro de la iglesia, el aire espeso de velas encendidas y sudor se mezcla con el murmullo de las oraciones. Ante la imagen de la Patrona de Cuba las peticiones se amontan al mismo ritmo de los ramos en el altar. Todos miran hacia el mismo lugar: la pequeña imagen de Cachita, la madre de todos.
En estos tiempos se ruega por la paz, los familiares que ya no están o se fueron a otros caminos en búsqueda de mayor prosperidad, el hijo deseado, el enfermo curado o en estado de gravedad, la abundancia y sobrepasar estos tiempos tan difíciles.
Aquí no hay distinciones: llegan los devotos de toda la vida y los que solo hoy se atreven a pedir. Llegan los que creen y los que dudan, porque los cubanos creen, pero muchos a su manera. Pero en tiempos tan difíciles, la fe verdadera es de las pocas cosas que no tienen un valor monetario.
Es notable que hay quien puede ofrecer dos y tres ramos de girasoles o encender varias velas, y también quien reunió sus últimos centavos para completar los 50, 100 pesos y hasta más por una flor. Sin embargo, ante los ojos de la Patrona de Cuba lo importante es el corazón con que se entrega.
Cuando cae la noche, y la procesión pasa, las flores media marchitas quedan apilados en los rincones, pero el amarillo y su olor persiste en la memoria.
En esta isla caribeña, lo sagrado y lo habitual se mezclan; mientas haya un creyente, existirá un ocho de septiembre diferente. Y siempre, siempre habrán girasoles La Caridad.