El camagüeyano con la vergüenza más grande

Este lunes volverá a concentrarse el homenaje de los camagüeyanos a Ignacio Agramonte en el Centro Histórico de la ciudad cabecera provincial, frente al Museo que fuera la casa natal del lugareño más ilustre. Cada año se ha hecho habitual la ceremonia al pie de la actual Plaza de los Trabajadores, y en el aniversario 178 no se hará excepción.

Está vivo el recuerdo de la recién fallecida Premio Nacional de Historia Elda Cento —doblemente agramontina, por su origen geográfico y su destino intelectual—, quien alertaba sobre la importancia de, además de tributar marcial homenaje a Ignacio el 11 de mayo por su caída en combate, dedicar esmerados atención y cariño al natalicio del héroe epónimo del Camagüey.

Y si la fecha de la cálida primavera mediterránea sirve para recordar la bravura de uno de los combatientes más destacados de la Guerra de los Diez Años, en la efeméride del invierno tropical se enfatizan sus dotes humanas. No se trata de crear una “Navidad camagüeyana”, aunque sostengo que no habría problema alguno en ello si naciese del corazón del pueblo: los mejores homenajes son los que surgen de forma espontánea, en el fragor de las batallas diarias; después de que la Historia reposa un poco y trae a los contemporáneos los hechos envueltos en emociones y sentimientos.

En el caso de El Mayor no caben dudas de que no separaba virtud y valentía, su personalidad integraba la una y la otra.

Como en 1888 escribió sobre él José Martí —otro virtuoso, pues hace falta serlo para reconocer en los demás esa misma cualidad, o al menos ser sincero con uno mismo—, “se le vio por la fuerza del cuerpo, la exaltación de la virtud” cuando se fue a la guerra. O como lo resume aquel epíteto, acaso el más conocido sobre Agramonte y salido también de las letras “apostólicas”: “diamante con alma de beso”.

Menos de un lustro de combates lo colocó en la cima adonde solo han llegado los cubanos más dignos. En cambio, durante casi 32 años de vida, su espíritu, su cuerpo, su carácter, exhalaban un amor a su familia y a su tierra, que hoy bien podría ser referencia para los padres, madres, hijos e hijas, que viven en el Camagüey legendario del siglo XXI.

¡Oh, cuánto orgullo, cuánta loa para los que ostentamos el bello gentilicio de agramontinos! El honor de llamarse, además, como su ilustre compatriota, no lo posee ningún otro cubano, salvo los camagüeyanos.

Fue en la ya citada semblanza del Héroe Nacional, sobre nuestros antiguos padres libertarios del Oriente y del Centro, donde tal vez haya sido mejor descrito el organizador de la caballería mambisa camagüeyana. La viveza de las metáforas martianas logra captar en la tinta lo que solo puede conocerse con la sangre: como pocas veces en los géneros literarios, la virtud del personaje embellece el talento del autor, y no al revés.

En el escrito patriótico intitulado Céspedes y Agramonte, sobresalen los elogios a este último: a su “dignidad”, “fuerza como de luz”, “autoridad”, “moderación”, “modestia”, “limpieza del corazón”, “patriotismo con arranques y gestos soberanos”, y a tantas otras cualidades que lo hacían, además, esposo amoroso, padre tierno y amigo fiel.

En tiempos en que tanto se habla de valores “perdidos” pero se hace tan poco desde el ejemplo personal para “recuperarlos”, qué bueno sería tratar de imitar, aunque fuese un poco, cada cual según sus fuerzas, el camino recorrido por Ignacio en la ciudad y la manigua.

Los tiempos son otros. A la arquitectura colonial del Camagüey se han sumado prácticas culturales —endémicas o importadas— que enriquecen, pero también enturbian a veces, el ethos de la ciudadanía de este terruño. ¡Cuánta responsabilidad la nuestra de calzar las botas de El Mayor, el camagüeyano con la vergüenza más grande! ¡Cuánta alegría y satisfacción colectivas si se cumpliera el desafío!

Sin dudas, sería excelsa la necesaria contribución de los camagüeyanos a la invitación de “pensar como país” que ha hecho el actual Presidente de la República. Ojalá comenzara a cumplirse este lunes, después de que, terminado el homenaje a Ignacio Agramonte en el centro de la ciudad, sigamos nuestro camino hacia el trabajo, el hogar, las diligencias o el divertimento de fin de año.

Que a partir del 23 de diciembre los agramontinos y agramontinas seamos siempre consecuentes con nuestro “título honorífico”, y hagamos como El Mayor (¡el mayor!), quien, como dijo el Apóstol, “ni en sí ni en los demás humilló nunca al hombre”; ni a la mujer, agregaría yo, a tono con la justa tendencia de incluir a todos los seres humanos.