La digna excepción de la regla

En estos días en que se recordaba con mayor intensidad si es posible el heroísmo de los jóvenes que asaltaron al cuartel Moncada, por inexorable y macabra asociación acude a la mente la conducta criminal de un grupo de asesinos que hacían por entonces, y hacen todavía, dudar de su condición humana.


Un enorme grupo de combatientes revolucionarios no cayeron en combate frontal, como corresponde a hombres de ley que, con bravura y desprendimiento ejemplares, saltaron al ruedo a medirse en condiciones totalmente adversas contra un enemigo superior en número, entrenamiento y armamento. Por el contrario, fueron torturados y asesinados luego de ser hechos prisioneros, muchos de ellos heridos, y fotografías y testimonios de la época corroboran esa lamentable verdad, que duele por la centenaria tradición de los patriotas cubanos, de respetar en el campo de batalla la vida del enemigo capturado. Pero no todos los soldados o policías del régimen de Fulgencio Batista eran sádicos, y a los honrados y respetuosos del contrario, la Revolución triunfante los absolvió luego de comprobar su decorosa conducta. Uno de estos desconocidos de uniforme protagonizó la anécdota que narro a continuación: La Habana, donde residía por  entonces (1958) mi familia, era escenario de días convulsos y peligrosos, cuando la represión y el odio irracional se cebaban n en el pueblo, y con mayor saña en la juventud. Mi hermano Marcos, ya fallecido, contaba apenas 17 o 18 años y regresaba una noche a casa, luego de visitar a una novia; eran alrededor de las once de la noche. De repente, una de las tristemente célebres ¨perseguidoras¨ se detuvo junto a la acera, y de ella descendieron dos policías, luego del ominoso grito: ¨Oye tú, párate ahí¨ … mudo de espanto, el muchacho se detuvo petrificado, mientras los sicarios se acercaban, ametralladoras en ristre. Es preciso recordar que en esa época no era necesario ser miembro de la clandestinidad y ni siquiera de la más tímida oposición; cualquier ciudadano podía aparecer torturado y asesinado, y como justificación que nadie creía, colocaban a su lado   un coctel molotov, especie de bomba incendiaria, para tratar de demostrar su filiación ¨terrorista¨. Cuando ya los policías se encimaban al muchacho, desde el auto patrullero surgió una voz alarmada: ¨No lo toquen, que es mi sobrino y no se mete en nada…¨ A continuación, un hombre alto, corpulento y canoso, se abalanzó sobre mi hermano y en tono perentorio exclamó: ¨coño muchacho, mira que tu madre y yo  te hemos dicho que no andes de noche por la calle comiendo (soltó una palabrota) …anda, dale directo para la casa, y ya mañana hablaremos tu y yo de esto… arranca antes que de meta el gaznatón que te mereces… Despavorida, la pobre víctima salvada de modo tan imprevisto salió a paso más que rápido, y contaban mis padres y hermanos mayores, que cuando llegó a casa todavía le temblaban las piernas. Jamás supimos quién fue aquel hombre, ni las razones que lo llevaron a salvar la vida a un desconocido; ya por el tiempo transcurrido debe haber fallecido, pero seguro donde quiera que esté lo alcanzará el agradecimiento de una familia humilde que se libró gracias a él de un dolor innombrable.