Trump y el riesgo de un nuevo tropiezo en Afganistán

Un combatiente afgano es un ser humano sobrio, casi ascético, que con unos sorbos de agua, alguna galleta y quizás un trago de té, se mantiene en plena forma física, capaz de rendir al máximo durante interminables jornadas.

Sume usted a ello que desde que dan sus primeros pasos, los montañeses de la valerosa nación centroasiática, a veces con unas rústicas sandalias y otras, descalzos, recorren kilómetros y kilómetros  a través de pedregosas elevaciones, a miles de pies sobre el nivel del mar y donde no hay ni arroyos ni manantiales.

Pero hay más: esa región está plagada de cuevas y verdaderos laberintos de roca, en los que resulta en extremo fácil a una pequeña tropa (como suelen ser las guerrillas) ocultarse y protegerse hasta hacerse invisibles para el enemigo.

Del otro lado de este esbozo está el soldado norteamericano, acostumbrado a lo que consideran un mínimo de condiciones, pero  que para cualquier unidad regular del mundo actual serían un sueño hecho realidad.

Desde el calzado especial, la ropa adecuadamente camuflada, los fusiles con miras de última generación, el agua fría y los refrescos y cigarros en los campamentos, hasta una comida que ya quisieran para sí en día de fiesta los integrantes de cualquier formación bélica.

Unido a ese aseguramiento, toda una cadena logística que incluye transportes blindados, bases de combustible, almacenes para aprovisionamiento de las tropas, exploración con drones y un enorme etcétera, todo a miles de kilómetros de la madre patria, la gran Norteamérica que cosecha derrota tras derrota, desde los ya lejanos pero no olvidados tiempos de Vietnam.

El costo de mantener todo ese aparato bélico (millones de dólares diarios durante 17 años) es enorme ¿Para qué? Para intentar someter a un país que nunca ha sido sometido, a pesar de los muchos intentos para hacer inclinar la frente a sus hombres  y mujeres, una raza tan orgullosa como valiente y austera.

La nueva ¨hazaña¨  (¿aventura descabellada?) de Trump desde hace algunos meses, es pretender aumentar en unos cuantos miles el número de soldados que cumplen misión en Afganistán, con un final predecible: unos para caer en combate, otros para suicidarse, algunos para morir dentro de cuatro  o cinco  años por contaminación con el uranio empobrecido de los proyectiles.

 Muchos para volver a su país sin amparo del gobierno y luchar contra los demonios que eufemísticamente llaman ¨síndrome del estrés post traumático¨ que desemboca la mayoría de las veces en alcohol, drogas y un balazo en la cabeza porque sencillamente no resisten un día más en el infierno.

Nada, un poco más de lo mismo para no lograr nada como no sea deteriorar (si cabe) aún más la imagen de la primera potencia, estancada en una hipócrita ¨guerra contra el terrorismo¨.

Al final, la vida dirá la última palabra, pero la espina de Afganistán es tan dura, tan puntiaguda y tan venenosa que nadie ha podido y difícilmente podrá tragarla.