Hay un lenguaje que solo existe entre abuelos y nietos. No se escribe ni se declama; se teje en silencios compartidos, en miradas cómplices, en secretos a media voz. Es un pacto no firmado donde el tiempo se detiene, donde las reglas de los adultos no aplican, donde un caramelo escondido en el bolsillo vale más que cualquier sermón.
Los abuelos tienen esa rara habilidad de convertir lo ordinario en extraordinario. Un paseo al mercado se vuelve una aventura si ellos llevan de la mano. La merienda no es solo pan con mantequilla, sino un banquete de historias entre mordisco y mordisco. No necesitan juguetes caros ni promesas grandilocuentes, su presencia basta para hacer sentir al niño que, en ese instante, es el centro del universo.
Hay ternura en cómo los abuelos rompen las reglas por sus nietos. Los padres prohíben los dulces antes de la cena, pero ellos «no ven» cuando el niño busca entre los cajones de la cocina. Las madres exigen abrigo, pero los abuelos dejan que los pequeños corran descalzos un minuto más, «total, por un ratito no pasa nada». Es una rebelión discreta, hecha de guiños y sonrisas, como si ambos, abuelo y nieto, supieran que la infancia debe tener sus pequeños delitos.
Y luego están los gestos que nadie más nota. El abuelo que ajusta su paso al ritmo cansino del niño, aunque le duelan las caderas. No hacen discursos sobre el amor; lo demuestran en actos mínimos, casi invisibles: un apretón de manos al cruzar la calle, la paciencia infinita para escuchar el mismo cuento por décima vez, el modo en que guardan los dibujos que hacemos como si fueran obras de arte.
Esta complicidad no envejece. Los nietos crecen, pero los abuelos siguen siendo ese puerto seguro donde atracar cuando el mundo afuera es demasiado ruidoso. Aunque las charlas ya no sean de cuentos de hadas, sino de amores perdidos o sueños aplazados, el refugio sigue intacto. Porque los abuelos tienen el don de escuchar sin juzgar, de aconsejar sin imponer, de querer sin condiciones.
Y cuando el tiempo los alcanza, cuando la memoria empieza a fallar o las fuerzas flaquean, los roles se invierten discretamente. Ahora es el nieto quien ajusta su paso, quien repite las historias, quien esconde un caramelo en su bolsillo por si «el abuelito tiene antojo». El círculo se cierra con la misma delicadeza con que se abrió, porque el amor entre ellos nunca fue de palabras, sino de actos pequeños y eternos.
Queda, al final, esa sensación de haber sido elegido. Porque no todos los niños tienen abuelos, y no todos los abuelos tienen nietos que los recuerden. Pero quienes han conocido esta complicidad saben que, en algún rincón del alma, siempre habrá un lugar donde el tiempo se detiene, donde las manos arrugadas y las pequeñas se encuentran, y donde el amor se dice sin necesidad de voz.