‘¡Póngase sereno –me dijo– y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!’. Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre.
Mario Terán tuvo la sangre fría para narrar lo sucedido ese Nueve de Octubre de 1967; el asesino que, requerido por la prensa, confesó: «Ese fue el peor momento de mi vida. Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo: ‘Usted ha venido a matarme’. Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder».
Entonces me preguntó: ‘¿Qué han dicho los otros’ (refiriéndose a los guerrilleros Willy y Chino). Le respondí que no habían dicho nada, y él contestó: ‘¡Eran unos valientes!’. Yo no me atreví a disparar, En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podía quitarme el arma. Cuando disparé la segunda ráfaga que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto.
Le inyectaron formalina en las venas y lo presentaron ante las cámaras de la prensa sobre una mesa de tablas, con el aspecto más de vivo que de muerto; tenía el torso desnudo, los pantalones ajados, los pies descalzos, la barba crecida hasta el pecho y la cabellera precipitándose en cascadas.
Así, sus asesinos, narran el día en que el Che inició su eterno peregrinar guerrillero por América y por el mundo con su adarga al hombro, haciéndonos saber a todos los hombres del planeta que ver gigantes en lugar de molinos no es asunto de demencia sino de utopía y que vencerlos a pesar de los golpes de las aspas… es siempre posible.
(Fotos tomadas de Internet, infografía de TeleSur y video de Canal Caribe)