Con sus propios ojos

La esquina de mi cuadra, donde la sombra de un popular árbol de mango en mi pueblo natal (Guáimaro, Camagüey) era el lugar perfecto de reunión para los «socios» del barrio. Bolas, trompo, el escondio’ o el topao’ eran parte del día a día de los más pequeños del barrio.

Yo prefería aquellos juegos q me hicieran correr, que desplegaran todo mi incipiente espíritu competitivo. Cuando me portaba mal, el castigo de mi madre era quedame en casa viendo televisión, mientras mi único pensamiento estaba en saber quién ganaba en el partido de torneo de pelota improvisado en aquel árbol de la esquina.

Hoy miro esos días con añoranza. Soy un «millenial» adaptado a las condiciones cubanas; crecí con la tecnología pisándome los talones mientras miraba mi mundo entero cambiar. Ya en edad adulta, no concibo mi vida sin celular o internet, ya sea en el plano profesional o como vía de comunicación o entretenimiento; pero siempre tendré ese lugar seguro al que regresar, cuando jugaba de pequeño en el barrio o de adolescente compartía con mis amigos en alguna «descarguita» o en la fiesta de los 15 años de algún desconocido.

Decir que la generacion posterior a la mía (X, Y o Z, lo de las categorías y su marco temporal escapa de mi total compresión) ha estado excenta de experiencias similares a la mía, sería absolutizar un problema que, si bien es común, puede ser manejado de manera correcta por algunas familias: la exposición excesiva de los infantes a las Tecnologías de la Información y Comunicación.

Con cuatro años, el término «selfie» no es desconocido para la vecinita del barrio que todos los días se saca fotos junto a su mamá o su perro; los hijos de mis amigos, con seis y siete años me mandan notas de voz por WhatsApp, preguntándome por la familia o qué hice hoy en el trabajo, y una prima, de 12, le explica a mi abuela el funcionamiento de Facebook, como toda una experta en redes sociales: – «Dale like y coméntame la foto», la escuché decirle el otro día. Yo, desde la distancia, sin niños a mi cuidado inmediato, observo. Investigo. Me alarmo.

Un sondeo realizado por Inter Press Service (IPS) en Cuba indicó que de 20 niños menores de 14 años, 15 tenían acceso a celulares y 12 confesaron haber interactuado con redes sociales, de los cuales cinco afirmaron tener perfiles propios. Un análisis del Centro de Estudios Sobre la Juventud indica que el 94 por ciento de los adolescentes y jóvenes cubanos posee acceso a alguna tecnología informática, y es el teléfono móvil la más extendida.

«Disminución de la creatividad, reducción en la capacidad motora, dificultades para la reflexión, exposición de la privacidad de los infantes» toda una lista de razones que me aparecen en mi navegador al indagar sobre las consecuencias.

Los especialistas en salud mental, oftalmólogos, neurólogos y pediatras coinciden en advertir que el uso de los dispositivos electrónicos por los niños durante largas horas cada día perjudica su desarrollo normal y les ocasiona trastorno de sueño, problemas de conducta e incluso de depresión infantil y ansiedad, con riesgo de generar adicción en casos extremos.

¿Negligencia de los tutores?,¿desconocimiento? Lamentable resulta que aún conociendo lo que implica el uso excesivo de los celulares en los menores, muchos sigan apostando por entregarles el suyo o incluso comprarles uno propio. Y aunque el desarrollo de habilidades digitales y conocimientos informáticos desde edades tempranas resulta positivo, en exceso puede ser extremadamente dañino, aún más sin la supervisión de un adulto.

Es cierto que hoy día resulta complicado utilizar otros métodos de entretenimiento para los pequeños, sobre todo en casa. Es entonces cuando socializo mi experiencia. Me remonto a mi esquina de la infancia, esa donde fui feliz. Risas, bromas, ocurrencias, complicidades, amistad. Recuerdos alejados de telefonos móviles o tabletas.

Mi deseo: que cada niño tenga ese rincón, donde prime el juego, la inocencia y las ganas de explorar el mundo con sus propios ojos, sin pantallas como intermediarias.

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