La foto inolvidable

Las arenas no eran blancas como las de nuestro Varadero, que brillan al sol como minúsculos pedazos de perlas en las transparentes aguas… no, las playas europeas son en su mayoría oscuras y profundas, como triste mortaja para los náufragos y los ahogados, aunque ese ahogado sea un niño.

Allí, en la orilla, las mansas olas parecían lamer los diminutos pies calzados con zapatos deportivos… más arriba piernas y muslos enfundados en unos jeans apropiados para correr tras el balón o revolcarse en la hierba; el menudo torso vestido con una camiseta, o, como se dice por acá, pulóver.

Solo que esa escena sintetiza lo que nunca debería ser, es solo un fresco en la pared del horror que viven millones de víctimas inocentes de la guerra, del hambre y del desplazamiento forzado ¿hacia dónde?

No está escrito en el libro de la vida que los padres entierren a sus hijos, y menos aún que los vean desaparecer entre las olas de un Mediterráneo que hoy como nunca devora cientos, miles de desesperados quienes no ven otra salida que no sea colmar una mínima barca y entregarse al azar.

Ahora mismo, a miles de kilómetros, en una pequeña isla del Caribe, un pequeño de solo tres años retoza incansable y revoltoso por la casa, y su imagen me despierta el recuerdo de aquel niño al que las olas arrojaron sobre una remota playa europea, de arenas oscuras y aguas profundas.

Su risa, cascabel de plata que pone un no sé qué de humedad en la mirada de la abuela, y una sonrisa enorme en el rostro de la madre, se adueña de todos los rincones, mientras cuenta como en ráfagas de la última poesía, la de los zapaticos que aprietan, o del nuevo amiguito que llegó al Círculo Infantil.

Sonrío, pero la foto de aquel cuerpecito que dejaron las olas y conmovió al mundo hace meses, se mantiene como una obsesión en ese misterioso sitio donde se guardan los recuerdos, aunque nos lastimen, y los labios, semejantes a los de un autómata, pregunten cómo es posible.

Definitivamente, no está escrito en el libro de la vida que los padres entierren a sus hijos, pero el de esta historia, ni siquiera sintió sobre su frente en el supremo instante el beso de la madre, ni escuchó con el último aliento la voz del padre decir: ¨Dios te bendiga mi niño¨.