Lo valioso de la empatía y la sensibiliad

Dos de las cualidades más humanas que todos debemos abrazar son la empatía y la sensibilidad, porque ambas hacen posible conectar, hasta en la más extensa diversidad. Ponernos en el lugar de otros, entenderlos sin juzgarlos, respetar sus emociones y sentimientos, sin dejar de ser nosotros mismos es la esencia de la empatía.

Muy cerca, la sensibilidad nos deja percibir la belleza de un modo fino, ser reactivos a las emociones y notar detalles con delicadeza y afecto.

Ser empáticos y sensibles mejora nuestras relaciones porque podemos entender los sentimientos de los demás, y eso evita conflictos y fortalece la confianza. Los sensibles son atentos y muy considerados; gustan a casi todos ya que con ellos la gente se siente valorada. Cuando somos empáticos, ayudamos y elegimos el trabajo en equipo, y nos importa el bienestar de todos.

La empatía y la sensibilidad nos convierte en personas sabias porque enriquecen nuestra inteligencia emocional y podemos comunicarnos sin imponer criterios. Ambas cualidades nos alejan de la arrogancia, la prepotencia y del ego elevado, para la toma de decisiones equilibradas, justas y humanas.

Pero, sucede que estas cualidades se han alejado un poco de nuestros días intensos y difíciles; y no podemos olvidar que pequeños actos de empatía pueden cambiar vidas, desde el consuelo a un amigo hasta llegar a las batallas por causas nobles.

Las personas empáticas y sensibles son más felices, porque están satisfechas aún sin tenerlo todo. Claro esto no significa que permitan a otros que abusen de su bondad; incluyen, también, el autocuidado y saber decir  no cuando es necesario. Sin embargo, no hay lugar a dudas que estas dos capacidades humanas nos hacen mejores, nos unen y permiten crecer.

Hace unos días el el perfil de un amigo pude ver  una historia humana y bella que nos acerca a la esencia de estas cualidades inherentes a los de buena voluntad.

«Ningún habanero habría ofendido de palabra o de obra al Caballero de París, admirado calladamente, ni niño alguno lanzaría contra él una palabra altisonante; a nadie importunaba, no podíamos explicarnos dónde comía o bebía, y, en su aparente vagar por la capital, era probable hallarlo en algún sitio recóndito donde ocultaba su lecho ordenado con restos de papeles y cartones, inseparablemente unido a su insólita biblioteca.

[…] Pasaron los años y otra generación vio deambular a nuestro hombre. Celia –alma delicada e impar– le obsequió un traje de etiqueta, bastón y capa nueva, indicó discretamente que en las zonas donde pudieron decirle que se sentaba, cansado de su inacabable camino, se le diesen alimentos y provisiones gratuitamente. Ella comprendió que el anciano era testigo y poeta de un tiempo ido.»

Eusebio Leal
Fragmento de crónica del libro Fiñes.

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