Es imposible olvidar a los queridos maestros que nos acompañan en nuestros primeros años de vida; esos que han visto pasar una generación tras otra, y una tras otra han dejado su huella en ella. Así es Yolanda Molina Noda , una educadora santacruceña que por más de 60 años ininterrumpidos dedicó su vida al magisterio, consumiendo gran parte de su energía vital, de su fuerza arrolladora, de su prodigiosa memoria afectada solamente por el impecable paso de los años.
«Desde muy joven , con 17 años, comencé a dar clases, vivía con mis padres y hermanos en el campo, mi papá cuando era muy chiquitica me dijo que yo tenía aptitudes para ser maestra así que seguí sus consejos. Entonces después de graduarme en la Escuela Normal regresé a Santa Cruz y empecé en una escuelita rural llamada La Colonia Cubita, y después en otra llamada Gonzalo de Quesada. Recuerdo cada mañana montar el caballo para ir a dar mis clases a los niños», me confiesa en conversación.
En ese mágico lugar cargado de sueños esperanzas y fantasías propias de esa edad de oro, la joven maestra encontró su vocación. Sus hermanos, sus compañeros de juegos, uno a uno se convirtieron en sus alumnos. Y con el paso de los años, fue tejiendo un legado que se extendió a los abuelos de las nuevas generaciones, quienes la recuerdan con cariño y admiración tangentes en esa frase tan escuchada a menudo para quien está cerca, «ella es mi profe».
El llamado de la Revolución en 1961 la llevó a abrazar la brigada Conrado Benítez, y con el ímpetu de la juventud junto a farol y cuartilla en mano, se adentró en la lejanía del Cujilato de Quesada. Se enfrentó a la tarea de guiar a jóvenes y ancianos campesinos por el sendero del conocimiento.
Sus alumnos, con los ojos llenos de curiosidad, descubrían la riqueza del lenguaje, la posibilidad de escribir su propia historia. Los pasos de esta mujer recorrieron las aulas de Santa Cruz del Sur, primero como maestra en los grados primarios, y luego como inspectora municipal, velando por la calidad de la educación.
La sed de conocimiento la llevó a las aulas del Instituto Superior Pedagógico, donde se graduó como Licenciada en Psicología en 1985. En el Instituto de Perfeccionamiento Educacional, compartió su experiencia, guiando y nutriendo a las futuras generaciones de educadores. Ese templo del saber, la universidad, no se quedó fuera de sus imponentes pasos. En el centro Universitario de Santa Cruz del Sur, acompañó a sus alumnos en sus investigaciones, y les brindó su mano para cumplir sus sueños.
En los eventos de Pedagogía, municipal, provincial y nacional, su voz resonaba con fuerza. Se alzó con el honor de presentar su trabajo en el evento internacional en 1986, un reconocimiento a su dedicación y a su pasión por la educación. Estas la hicieron merecedora de las más altas distinciones: la Medalla Rafael María de Mendive, la José Tey, además de la Distinción por la Educación Cubana, entre otras.
«Me sentía muy bien dando mis clases, ser maestra me dio muchos de los momentos más felices que viví».
Yolanda en su mecedora aún disfruta de la magia que durante toda su vida le brindó leer un libro. En su rostro afloran arrugas como surcos trazados por la sabiduría, y la memoria, a veces traicionera, se tambalea como un barco a la deriva. Pero recuerda cada grupo, niño, y clase.
No importa si sus ojos han perdido un poco de brillo, o si sus pasos ya no son tan ágiles como antes. La esencia de Yolanda, el fuego que ha encendido en miles de corazones, permanece intacto. Aquellos que han sido tocados por su magia, aquellos que han recibido un grano de su sabiduría, la recuerdan de una sola manera: impartiendo clases frente a un aula que no cansa de prodigarle un aplauso cerrado, ese, que solo los sabios humildes merecen.