El gesto resulta universal, y no hay que ser muy listo para entender lo que puede considerarse un símbolo del hambre que padecen cientos de millones de personas en todos los continentes: la boca abierta hasta el límite, mientras un dedo apunta a su interior, como para señalar el camino ¿a qué? No a los alimentos.
Como lo oye, el flagelo no se circunscribe a eso que algunos amantes de los eufemismos llaman ¨naciones en desarrollo¨ sino que en cualquier súper ciudad de la culta y estirada Europa o de la poderosa América del Norte, pueden encontrarse por docenas, con solo deambular unas calles, individuos y lo que es peor, niños, quienes registran la basura en busca de un pedazo de pan, o una fruta medio podrida con la cual saciar el hambre.
Ese ¨alien¨ implacable que roe las entrañas a los pobres, se mueve con lentitud, pero de manera constante, y asalta aldeas, países, continentes de generación en generación, hasta provocar lo que alguien ha descrito como ¨muertes masivas¨.
La inestabilidad de sociedades enteras, la inseguridad a nivel global, junto a la desertificación, las plagas que arruinan cosechas y el cambio climático, que alarga las sequías y disminuye las lluvias, son junto a las guerras algunas de las causas del galopar de ese jinete apocalíptico.
Empresas especuladoras que juegan con los precios y asfixian las economías más frágiles, son alevosos cómplices de los desastres naturales que de manera inexplicable se ceban con mayor saña en el 70 % de los países sub desarrollados, que son básicamente importadores de alimentos.
Y es cierto que algunas tragedias parecerían un errado designio divino, un castigo difícil de entender y por demás inmerecido, pero lo que agrava la situación, si es que ello es posible, es la insensibilidad de muchos que miden la misma existencia por el volumen de sus billeteras.
Basta de discursos que acompañan a los períodos electorales y luego quedan para el olvido, como escritos sobre el hielo; es tiempo de hechos, pero no simbólicos, sino que vayan más allá de una publicitada ayuda humanitaria que nada resuelve, como gota de agua en el desierto de la miseria universal.
Los alimentos son vitales para el ser humano, pero se han convertido, por obra y gracia del señor dinero, en negocio lucrativo y como cualquier otro bien, objeto de especulaciones.
El hambre, como un animal mitológico, se nutre de hombres, mujeres y niños y devora civilizaciones enteras, como en muchos países del África, Asia y América Latina. Contaba un novelista español allá por los años 20 del pasado siglo, que los indigentes en la India cuando obtenían un mísero puñado de arroz, masticaban grano por grano, para hacerse la ilusión de que había más en el improvisado cuenco de la mano.
Quien padece ese horror, solo aspira a calmarlo; ese debe ser el objetivo de quienes tienen el dinero y el poder para cambiar las cosas, pues son al menos por ahora, los que tienen las riendas del destino.