El más fuerte horcón de la familia

Conozco a muchos, muchísimos campesinos, y de ellos la inmensa mayoría son ganaderos (como corresponde a personas del Camagüey), con un denominador común: son exitosos en su trabajo.

Todos sin excepción preservan como un tesoro las tradiciones de ese oficio (¿o arte?) que ha tejido una leyenda en estas tierras llanas del centro-oriente del país y que les hace presumir de hábiles jinetes, fuertes en el derribo de los novillos o rápidos en el enlace de terneros.

 Pero sobre todo, serios y comprometidos con esa difícil rutina que prescribe inobjetablemente el ordeño a las dos o las tres de la madrugada, ya sea con lluvia, con frío, o los días festivos, para luego acarrear las cántaras hasta el punto de recogida  y comenzar entonces a reparar cercas…en fin, una apretada ¨agenda¨ de faenas a cuál más dura y necesaria.

Y en cada conversación con el vaquero, salen a relucir dos de los pilares esenciales de su labor: el caballo, que debe reunir cualidades como la rapidez, la fuerza y la obediencia, y el perro, generalmente de dudoso origen y cuestionable linaje, pero de fidelidad a toda prueba.

Y aunque a un experto en la ciencia que estudia los canes puedan parecer de poca monta, estos ¨semi-satos¨ son  muy útiles a la hora de capturar un cerdo u otro animal de cría, cumplir con celo la misión de vigilantes y defensores de la finca, y para  arrear las reses mordisqueando sin lastimar las patas traseras del vacuno, y evitando ser golpeados.

Periodista al fin, este redactor lleva casi invariablemente la conversación hacia una pregunta:

¿Son esas las dos principales armas en la vida del hombre del campo?

La respuesta sale sin pensarlo, disparada como por una ballesta medieval:

–Claro  que no, la principal, la que no tiene comparación con nada sobre  la tierra es la familia… los viejos, los hijos y sobre todo la mujer, esa que nos controla, nos aconseja y cuando ¨aflojamos el paso nos arrea para seguir adelante…¨

 

Y puede parecer  un caso escogido para la ocasión, pero no lo es;  conozco dos muchachos, cuyos nombres lamentablemente no recuerdo en este momento, aunque sí tengo presentes los  apodos cariñosos con que los conocen familiares y amigos: Chino y Pocho.

Ellos, vecinos de una comunidad rural, pero dedicados a otras labores que no eran las del campo, decidieron solicitar tierras amparados por los decretos de distribución de áreas ociosas a quienes tuviesen deseos y posibilidades de ponerlas a producir.

Un buen día, se enfrentaron a una verdadera selva de marabú, sin más ventajas que su juventud, el hacha, el machete… y sus esposas.

Narran casi a dúo estos que hoy son destacados  productores de leche, carne, viandas  y granos del municipio camagüeyano de Jimaguayú, que al cabo de un mes, los músculos ya no daban más y los huesos estaban ¨hechos polvo¨.

Una noche, en la improvisada vivienda esbozaron la idea de dar marcha atrás y también casi a dúo las esposas, con dulzura pero con firmeza afirmaron categóricamente:

–Ahora no hay vuelta de ninguna forma, aquí decidimos venir y aquí salimos adelante, sea como sea, así que déjense de flojeras.

Quizás hoy no lo digan con las mismas palabras, pero en sus rostros  se observa la misma certeza de no claudicar ni permitir a los suyos el menor síntoma de desaliento, algo que todos en las dos familias agradecen con la mayor sinceridad.

Esos son los verdaderos horcones en los que sustenta el guajiro (y también el ¨poblano¨) su vida y la concreción de sus más elevadas aspiraciones personales.