Amalia Simoni, ejemplo de amor y compromiso

Cien años han pasado desde su muerte y todavía hoy los camagüeyanos recordamos aquella historia de amor idílico que vivieron Amalia e Ignacio. Fue como si el destino se hubiera propuesto unir con el matrimonio a estos dos jóvenes comprometidos con su amor y con su Patria.

Amalia Simoni Argilagos era una mujer de cuerpo altanero, negros ojos, exuberante cabellera y gentil figura. Formada en los mejores colegios, poseía una vasta cultura y dominaba varios idiomas. En Italia recibió clases de canto y se convirtió en una destacada soprano. Se cuenta que tocaba a la perfección el piano y fueron estas algunas de  las cualidades que hicieron que el joven Agramonte la prefiriera entre las demás.

Pero la pasión de esta joven no es solo por su Ignacio; desde el principio estuvo al tanto de la labor del  lozano abogado principeño a favor de la liberación de Cuba. En una carta que le envía en abril de 1867, aun siendo novios, le dice: 

Tu deber antes que mi felicidad es mi gusto, Ignacio mío y cómo no amarte si  eres tan grande, si tan elevado es tu corazón…”

A finales de 1868, Amalia sigue a su amado hasta la manigua. En medio de las grandes arboledas de la Angostura construyen una rústica casa. “El Idilio”, así nombraran el lugar en que se ven por última vez, donde conciben a sus dos hijos: Ernesto y Herminia, la que Ignacio no llegó a conocer.

Acostumbrada a vivir entre los lujos de la Quinta Simoni, la joven Amalia tuvo que adaptarse a una vida humilde, aprendió a lidiar con el monte, la inseguridad y el peligro. Ignacio la visitaba entre combate y combate, jugaba con su primogénito y cultivaba la creciente pasión que sentía por su idolatrada.

En mayo de 1870 Amalia fue detenida por una columna española. El matrimonio se encontraba inmerso en los preparativos del primer aniversario de su hijo Ernesto y a la espera de su segundo hijo, Herminia.

Indoblegable desde su captura, mantiene total entereza de principios patrióticos y fidelidad sin límites a los ideales de emancipación social que preconiza su cónyuge. Durante su cautiverio el general Ramón Fajardo le propone escribirle una misiva a su esposo en la que le pidiera abandonar su lucha, a lo que ella responde: “General, primero me corta usted la mano, antes que escriba a mi esposo que sea traidor…”

Amalia tuvo que abandonar el país y refugiarse en el exilio. Primero se establece en Nueva York y posteriormente en México. Desde la distancia continúa cooperando con la causa de los cubanos recaudando fondos para la lucha.

La noticia de la muerte de su amado la alcanzó en Mérida, no se sabe con seguridad si lo supo a través de alguna carta o por los periódicos, tanto españoles como de la emigración. Con la noticia Amalia se puso seriamente enferma pero se recuperó pronto porque todavía tenía una labor que cumplir por la independencia de su Patria y con sus hijos.

Amalia regresa a Nueva York y continúa trabajando para recaudar fondos para la guerra. Posteriormente, se establece en La Habana y en 1912 retorna a su natal Puerto Príncipe para develar la estatua ecuestre del Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz, en la Plaza de Armas, de la ciudad.

Dicen las letras de entonces que envuelto el monumento en una enorme bandera cubana, una anciana venerable tira del cordón que anuda el pabellón de la estrella solitaria. Fulgura al sol el bronce, y la mujer, conmovida, se desmaya, tanto era el parecido. La anciana era Amalia.

Luego de su breve estancia en el Camagüey, Amalia regresa a su residencia en La Habana y la noche del 23 de enero de 1918, le pide a su hija Herminia que le toque el Movimiento Perpetuo de Chopin. Al ritmo de la melodía la paz se apodera de su cuerpo, yace en un sueño eterno junto a su amado.

Testigo de su amor queda un rico epistolario, pregnado de todo el cariño y admiración que sentían el uno por el otro. Bajo su almohada esa noche tenía todas las cartas que había recibido de Ignacio, como recuerdo de un amor que supo romper las barreras de la distancia.