La caída de una leyenda

¿Quién podría detener al impetuoso brío del Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz aquella mañana del once de mayo de 1873?

Muchos allegados fueron severos al evaluar los lamentables hechos en el potrero de Jimaguayú, como su secretario Ramón Roa, Manuel Sanguily, a quien rescató de las manos de soldados españoles en una épica carga de caballería, el general Bartolomé Masó, Vidal Morales o el propio capitán Serafín Sánchez, quienes tanto respetaron e incluso veneraron.

Cada vez que repaso o leo nuevos testimonios sobre la caída en combate, pienso que era un hombre de los desafíos. Ignacio Agramonte siempre tuvo ese comportamiento apasionado desde su bautismo de fuego el 28 de noviembre de 1868 cuando forma parte del contingente de jóvenes patriotas que protagonizaron la emboscada Ceja de Bonilla, Minas, a un tren que se dirigía a Nuevitas con ochocientos soldados españoles y artillería.

Salvador Cisneros Betancourt aclara «se portó Ignacio muy valiente y bien; en un principio rechazó a más de media docena de soldados que intentaron llegar hasta él, más habiendo sido herido levemente, su primo y concuño Eduardo (Agramonte Piña), muy al principio de la acción, dejó el campo para acompañarle y llevarle.»

 A partir del combate de Bonilla, a la edad de 27 años, Agramonte inició su ascenso militar que lo llevó a ostentar el grado de Mayor General del Ejército Libertador y ser uno de los principales líderes de la “Guerra de los Diez Años”. En los tres años y medio de su vida militar participó en más de cien combates.

Acerca de los acontecimientos en el día de su muerte, destacan un grupo de historiadores (Ignacio Agramonte y el combate de Jimaguayú /Editorial de Ciencias Sociales, 2007) que el Brigadier Valeriano Weyler y Nicolau «…juró vengar los descalabros sufridos días antes por su ejército en el fuerte de Molina y Cocal del Olimpo, donde lamentaron 46 muertos a machetazos» y envió al lugar una poderosa columna de soldados.

En la investigación añaden que el Potrero de Jimaguayú estaba sembrado de hierbas de guinea que se levantaban bien tupidas por más de dos metros, lo cual imposibilitaba divisar la infantería. En las acciones combativas por casi una hora la parte cubana tuvo contratiempos, como la incomunicación entre las fuerzas.

«Llegado el momento –cita el libro-, Agramonte envió la orden de retirada, pero esta se sabría tarde. A última hora, se adelantó al puñado de jinetes que le acompañaban, y fue cuando un grupo de tiradores, camuflados entre la hierba alta le dispararon a corta distancia, de frente y desde abajo, impacto que lo derribó de su caballo Ballestilla…Un proyectil lo alcanzó en la sien derecha, le salió por la parte superior del parietal izquierdo y le causó la muerte instantáneamente»

No pudieron rescatar sus restos mortales. Los españoles pasearon su cuerpo por las calles de la Villa de Santa María del Puerto del Príncipe (hoy Camagüey) y finalmente lo cremaron en el cementerio de la localidad.

Pero no pudieron quemar su ejemplo, que al cabo de 174 años aún inspira a los camagüeyanos en todo acontecer económico, político y social.

 

 

 

* El equipo de investigadores citado fue encabezado por el Doctor Raúl Izquierdo Canosa, presidente de la Unión de Historiadores de Cuba y del Instituto de Historia de Cuba, lo integraron, además, los doctores Ángel Jiménez González y Roberto Pérez Rivero; los másteres Elda Cento Gómez y Ricardo Muñoz Gutiérrez; el ingeniero Jesús Ignacio Suárez Fernández y el licenciado José María Camero Álvarez.