La magia del bodeguero

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Ocurrió lo que paso a contarles de inmediato en una de las tantas bodegas (tiendas de víveres) de mi ciudad, en la que labora desde hace algún tiempo uno de esos seres afortunados que vende los productos de la llamada “Canasta Familiar” y algunas otras cosillas que aparecen y con las cuales se contentan nuestras heroínas de todos los días, las amas de casa.

Así, una tarde apareció en la tablilla del establecimiento (algo que ocurre desde hace algún tiempo, por fortuna, con bastante regularidad) la oferta de picadillo de pollo, a un precio realmente módico y sin una cola excesivamente larga de clientes.

Sucede que una señora, entusiasmada, tomó su lugar en la pequeña fila y esperó pacientemente… hasta que el bodeguero, con cara de jugador de póker en pleno oeste de cow boys y pistoleros, anunció que “se acabó caballero…”

Mordiendo más de una interjección fácilmente imaginable, se retiraron los aspirantes a comedores de picadillo.

Al otro día, de paso hacia una gestión, la señora de marras posó la mirada casi sin querer sobre la pared exterior de la bodega, donde leyó asombrada “picadillo de pollo…”

Rápidamente olvidó su objetivo inicial y demandó la mercancía, a lo que contestó el dependiente

“está congelado, porque la nevera donde lo guardamos es nueva y hay que esperar un tiempo para que se ablande y poder despacharlo…”

Mi atónita protagonista preguntó, ella también medio congelada

¿Pero ayer no me dijo que se había acabado? ¿Entonces lo que llevaron a congelar, cayó por arte de magia?

Y el detestable antihéroe, digno del más cruel castigo divino (ya que en el plano terrenal esa respuesta no la contemplan los códigos) afirmó impertérrito

“Así mismo, por arte de magia”