Los santos de batas blancas

 

Debo confesar antes de iniciar estas líneas, que soy bastante ateo para los tiempos que corren, en los que muchos descubrieron de pronto (al menos públicamente)  que profesan una religión de arraigadas creencias y de culto sistemático… no es mi caso y aunque respetuoso del pensamiento ajeno, no me sumo a las numerosas muestras de beatitud de que alardean algunos.

Pero hay momentos en la vida en los que la emoción ante determinado hecho salta los límites del criterio materialista y  se confieren a una o varias personas atributos que los religiosos dan por sentados en las deidades.

Puedo decir, sin temor a equivocarme que por estos días conocí a un numeroso grupo de santos, o al menos eso pensé, al ver tanta bondad acumulada, tanto desinterés y altruismo, tanto amor al prójimo y tanta vocación de servir a los otros.

Me habían mandado a dar cobertura periodística a un sencillo acto, esos que llamamos ¨Matutino especial¨ en una institución de salud que cumplía 37 años de fundada, como parte de los numerosos programas que desarrolló la Revolución y que hoy muestran al mundo un modelo a seguir.

Se trata del Centro Médico Psico-Pedagógico ¨Henry Reeves¨ , en el que se atienden a pacientes con retraso mental severo, esos que lamentablemente en otras latitudes deambulan por las calles, se arrastran tras una quimérica limosna, despiertan la lástima de algunos y el afecto de nadie.

Desde los ocho años son admitidos estos niños, que siguen siendo llamados así por el colectivo de 200 trabajadores, aunque tengan más de medio siglo de vida y peinen canas o hayan perdido el cabello… para ellos son sus niños.

Y les enseñan a cantar, a bailar, a comportarse correctamente, a vivir en armonía y disciplina, les suministran los medicamentos indicados por los doctores y cuidan de una alimentación balanceada, pero sobre todo les brindan cariño del verdadero, no el fingido gesto de algunos que les dan un golpecito en la cabeza, con más compasión que amor.

 

 

Allí vi a  ¨niños¨ de 40 años abrazar a sus ¨mamis¨ y sus ¨papis¨ (que así les dicen a los ¨adultos¨) , los vi interpretar melodías románticas, alguna que otra salsa y la pegajosa conga santiaguera,  enorme rueda de danzantes, tanto pacientes como trabajadores del centro, que  contagió a más de un visitante.

No eran falsas poses para fotografías aquel brazo enfundado en bata blanca sobre los hombros del robusto mocetón vestido de pelotero, o  la mejilla de la enfermera pegada a la carita de una morena que padece el síndrome de Down, o la mano de una  doctora que distraídamente acariciaba el cabello rubio de un hombre  de 50 años mientras corrían lágrimas por su rostro.

Y me contaron que los llevan a la playa, que les celebran sus cumpleaños, en un intento afortunado de suplir las familias que les faltan a muchos de sus muchachos.

Testimonios podría enumerar montones, pero lo vivido allí me convenció de que sobre este mundo, por las calles de mi ciudad, allí muy cerca de usted y de mí, caminan santos, esos que dedican sus vidas enteras a la más hermosa profesión: amar al prójimo sin pedir nada a camb