La hoja de vida de un general de generales

Cuentan que  en mayo de 1877, el gobierno de la República en Armas solicitó al general de brigada Antonio Maceo y Grajales presentase su Hoja de Servicios para que fuera analizada con vistas a un posible ascenso.

Añaden los historiadores que la relación de sus acciones de guerra resultaba ¨interminable¨ y que un diputado pidió la palabra para, con firmeza, echar en cara a los reunidos la vergüenza de exigir a un hombre como ese ¨general de generales y ciudadano ejemplar¨ pruebas para concederle un más que merecido grado  superior.

Tal anécdota, si no hubieran mil más, bastaría para dar una idea del prestigio ganado por aquel joven guerrero de  32 años que había abandonado su relativamente cómoda vida como hijo de un propietario de tierras, para incorporarse a la insurrección como simple soldado, solo dos días después del alzamiento de Céspedes el 10 de octubre de 1868.

Un valor a toda prueba, la fortaleza física de un titán, la innata habilidad como estratega militar, y una clara inteligencia que hiciera afirmar a Martí: ¨Tiene tanta fuerza en la mente como en el brazo…¨ eran cualidades que dibujaron alrededor de la figura de Antonio una aureola que lo distinguió entre todos los oficiales mambises.

Lo demostró cuando otros firmaron el Pacto del Zanjón, y el guerrero supo colocar el pensamiento al lado de la espada, para mantenerse al frente de una tropa castigada por los rigores de diez años de incesantes combates, diezmada por el hambre, la fatiga y las enfermedades, perseguida por tropas muy superiores en número y pertrechos, pero con la virilidad de ser dignos seguidores del héroe de Baraguá.

De su valor a toda prueba no caben dudas y  mil historias lo recuerdan. Basta citar las últimas que pronunció según Miró Argenter, segundos antes de caer fulminado por las balas en una carga a pecho descubierto: ¨Esto se pone bueno, general…¨

Exigente hasta lo indecible en asuntos de disciplina, era capaz de las mayores hazañas en el fragor del combate, como en la batalla de Naranjo-Mojacasabe (una zona del actual municipio de Najasa, Camagüey) cuando se acercó a la línea de infantería española que disparaba casi a quemarropa detrás de una cerca, y tomó entre sus brazos, uno por uno,  a varios soldados enemigos y los lanzó por los aires.

No se cuidaba ni protegía, sino que arremetía contra la tropa contraria, como lo prueban sus incontables cicatrices; sin embargo, era capaz de detener el curso del combate para rescatar de las balas a una mujer indefensa con su hijo en brazos, hecho que según narran, ocurrió durante la toma del cafetal La Indiana, en Sagua de Tánamo, cuando era teniente coronel.

Solo a un ser excepcional como Antonio Maceo podía el Generalísimo otorgar su mayor confianza y mando pleno, para acometer  la invasión de Oriente a Occidente, durante la guerra organizada por Martí, una campaña que fue como una herida mortal en el corazón de las fuerzas de la metrópoli.

Cayó  y junto a él el hijo amado de Gómez, Panchito, quien sumó su sangre a la del titán, como alianza imbatible de la estirpe de dos de los más grandes americanos de todos los tiempos.