El grave delito de derrochar el tiempo y la paciencia… ajenos

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Me considero (y me consideran) un hombre de principios, y me esfuerzo por vivir de manera consecuente con tales preceptos, heredados de mis padres y bebidos junto con los primeros biberones, del entorno familiar.

Por tanto, aunque disto mucho del acatamiento mecánico e irresponsable, la unanimidad absoluta que a nada conducen como no sea al fracaso, me opongo a ciertas personas que ven la brizna en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

Exactamente esos son los que ven las manchas del sol antes que su luz y se auto titulan híper-críticos; al menor contratiempo, de esos de los que está empedrado el arduo camino de la humana existencia, arremeten contra unos y otros, contra autoridades, legisladores, organizadores, administradores y dependientes.

Me desagradan tales cruzadas que pretenden enfrentarse a ¨todas las banderas¨ muchas veces tienen entre sus principales instigadores a quienes menos hacen, o peor que eso, quienes menos merecen.

Pero hay situaciones que en la cotidianeidad se producen y nada tienen que ver con el orden, la disciplina, la organización y sí mucho con la desidia, la discordia, esa forma de actuar de algunos que parecen desear que el mal humor y la contrariedad nos acompañen desde que abrimos los ojos en la mañana hasta que los cerramos en la noche.

Así me sucedió que recientemente, en busca de una medicina que todo hacía parecer se me escapaba cual escurridiza anguila, acudí a una de las más céntricas farmacias de mi ciudad, y cuál no sería mi sorpresa cuando la muchacha que me atendió, muy amablemente, me informó que el medicamento no estaba disponible, pero añadió:

-¨Debo informarle que hay una disposición de no despachar recetas escritas con tinta roja…¨

¿Es que acaso debe el paciente renunciar a las prescripciones del galeno, por una razón tan difícil de aceptar? ¿Cuentan los facultativos (víctimas de grandes carencias materiales, como todos en esta isla bloqueada) con suficientes bolígrafos como para discriminar aquellos del fatídico color?

Ante mi molesto reclamo, la joven sin perder su serenidad ni su sonrisa reiteró con firmeza que se trataba de una indicación de la empresa y no podía violarla, o lo que es lo mismo, de existir el esquivo medicamento, no me lo podría vender por la razón (o sin razón) mencionada.

En tiempos en que se hace lo imposible por combatir ese flagelo tan nocivo que es el burocratismo, una persona desde una oficina, alejada al parecer de las dificultades materiales más que conocidas, se permite enviar a sus subordinados una orden que genera malestar e incomprensión, sobre todo en una esfera tan importante como la del suministro de medicinas.

No conozco al funcionario en cuestión, ni deseo conocerlo, pero tengo la absoluta seguridad de que sobre su mesa de trabajo, en el instante de firmar la disposición, reposaban tranquilamente varios bolígrafos, para escoger de entre ellos aquel que cuenta con una tinta del color deseado.